domingo, 27 de marzo de 2011

La paellica, todo un clásico en las reuniones familiares


Qué es de una reunión familiar sin una paellica en condiciones como menú. En otras casas no lo sé, pero en mi familia, la paellica nos encanta y es, por así decirlo, el menú estrella cuando nos juntamos. La paella, ya sea de verduras, de marisco, de conejo con caracoles o de pollo –varía en función de la época- es todo un clásico, una costumbre que iniciaron mis abuelos y que aún permanece y permanecerá, ¡espero!

Si hay algo que me gusta de los encuentros familiares es cómo lo pasamos todos en torno a los fogones. Nadie permanece impasible, todos “arrimamos el hombro” con lo que sea, todos participamos, cada uno aporta su toque personal y entre todos hacemos que la preparación de la comida sea un ritual único e inigualable.

Como en todas las familias, imagino, en la mía hay una jerarquía gastronómica impresionante. Nadie tiene que decirle a nadie qué es lo que tiene que hacer. Todos sabemos cual es nuestro papel, toda aportación es imprescindible y si, por cualquier motivo, falta alguno, esa ausencia se echa en falta, e incluso llegamos a decir: “pues si estuviera fulanito, eso no habría faltado”.

Una ausencia se perdona, pero eso de llegar “a mesa puesta” es impensable e imposible, y si a alguno se nos ha llegado a pasar por la cabeza hacerlo, inmediatamente nos ha venido a la cabeza la mítica frase de mi abuela: “El que está dispuesto a trasnochar también lo tiene que estar para madrugar, así que el que no esté aquí a su hora, no come”. ¡Menuda era mi abuela!...

Como es lógico, las madres son las que llevan la mayor carga en el menú. Ellas son las encargadas de preparar la paella. Ellas tienen la receta y el secreto de ese delicioso plato que con tanto esmero aprendieron de mi abuela, una de las mejores cocineras del mundo.

La paellera es el centro neurálgico de la reunión. Una fríe los pimientos, otra remueve la verdura, la carne o el marisco, y la otra mide el agua y el arroz que hay que echar, puñadito a puñadito para que ni falte ni sobre. Mientras se lleva a cabo la elaboración no faltan las conversaciones varias, los cotilleos, las risas y ese trago de cerveza que acerca alguno de los miembros del grupo “apoyo logístico”, como llamamos a la labor que ejercen “los hombres”.

Junto a ese centro neurálgico está el segundo escalafón –en el que me encuentro yo-, que es el responsable de preparar las ensaladas, emplatar los aperitivos y dejarlo todo listo para que el siguiente escalafón –el de los más pequeños de la casa- lo lleven a la mesa, después de ponerla. Este siguiente escalafón también se encarga de servir las bebidas y de echar los viajes a la cocina cuando todos estamos ya sentados y falta algo.

El “apoyo logístico”, como apuntaba anteriormente, es el grupo de “los hombre”, los padres, tíos y hermanos mayores de la familia. Ellos son los responsables de comprar el pan, son los que están pendientes de que no falte bebida en ningún momento, se encargan de colocar y preparar los utensilios para hacer la paella –sacar el pulpo, colocar la paellera, trasladar la botella de butano, etc.-. El “apoyo logístico” es el grupo que está para los olvidos de última hora y para suministrar, poco antes de empezar a comer, el traguito de cerveza y la navaja o los berberechos a las mujeres que ultimamos la comida en la cocina.

Una vez echado el arroz y trascurridos casi los 20 minutos que se precisa para que esté lista la paella, una voz desde la cocina hacer un llamamiento a las catadoras (mi prima Kiko y yo), que somos las que decimos si está en su punto idóneo de sal o precisa más.

Una vez servidos todos los platos, un silencio, nada premeditado, inunda la mesa, pero pronto se rompe cuando un espontáneo suelta la frase: ¡delicioso, un aplauso a las cocineras!

Como ya he apuntado, la paellica en mi casa es un clásico, una costumbre y hoy, nuevamente, hemos aplaudido a las cocineras.

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